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Leyendas familiares: Una Alfombra Persa
Subir la escalera marca siempre el final de mi día.
Esta noche no llego a mi destino, se interponen dos siluetas que, como ladrones salidos de una serie animada, trasladan, enrollada, una pesada alfombra. “Turca, de pura lana” indica la mayor sombras y remata describiendo cómo la cargó por medio plantea en su juventud.
Ajenos a mí, mi hijo y su padre discuten si la mudanza del colorido tapiz que hasta hoy adornó mi recámara es en calidad de préstamo temporal o de apropiación definitiva.
Una punzada en la garganta me dice que no es la primera vez que alguien desaparece el tejido bajo mis pies sin preguntarme. Vuelvo sobre mis pasos con una sensación de “deja vu”. Me quedo abajo, a oscuras.
Los abuelos y una Mansión en Las Lomas
Tengo unos tres años y vacaciono en la ciudad de México, hay una foto que lo demuestra.
Entre brumas vislumbro a la izquierda el despacho del abuelo en tonos de madera y cuero. Sólo el nieto mayor era aceptado en ese espacio. A la derecha, una sala a la que los niños no entrábamos: valiosos cuadros en las paredes, muebles reliquia, el enorme candil de cristal araña y, conteniendo toda esa belleza, la enorme, mullida y prohibida Alfombra Persa.
Las enormes escaleras me conducen a la magia, un baño enorme y luminoso en el que mi abuela se perdía largos ratos en la tina y donde los rollos de papel tenían impresas florecitas. En la habitación que me asignaban había libros infantiles, elegantes y de pasta dura que contenían ilustraciones coloridas, partituras para piano e historias en inglés que yo no entendía, pero tampoco soltaba.
Mi padre: Habitar Jardines del Bosque
Cuando yo nací, mis padres habían migrado a Guadalajara, de dónde ya nunca se fueron.
De mi primera casa recuerdo la sensación del mosaico fresco en mi mejilla y un sonido: el del techo del autobús escolar al rozar las hojas de la galeana al llegar a dejarme. Un medio día caluroso desperté de golpe al escuchar el familiar fru-fru de sus hojas para exclamar asustada: “¡Yo ya no vivo aquí!”. Nos habíamos mudado durante el fin de semana y a nadie se le ocurrió avisar al jardín de niños.
La nueva escalera tenía un barandal curvo en el que podíamos resbalarnos. Los tres hermanos hacíamos que el perro nos persiguiera, brincábamos desde media escalera a los bancos altos de la cantina, juagábamos a las escondidas en la despensa, aventábamos a los dos únicos pollitos de kermesse que llegaron a adultos de la terraza de arriba hacia el jardín.
Cuando mi papá dejó la casa de sus padres, renunció también a los cuartos prohibidos. Las casas eran para habitarse, las cosas para usarse, los espacios para llenarlos de risas, carreras, amigos, perros, comidas y música ¡siempre música!
No logro recordar cuándo llegó a Guadalajara la alfombra persa, porque su aparición no fue suficiente para cambiar la dinámica familiar.
Ahora estaba rodeada de ventanales que dejaban entrar la luz del sol el día entero, ocupada por sillones de uso diario, instrumentos musicales varios y un equipo de sonido de alta fidelidad, conectado a dos enormes bocinas con gabinetes de madera, tesoro de mi papá.
Mi güelis siempre fue prudente, pero en sus visitas se le escapaba la tristeza que sentía por el trato a su otrora alfombra. Mi madre se tensaba, atrapada entre el mudo reclamo de su suegra y el imparable carácter fiestero de su marido.
Yo, sobre una alfombra persa
La alfombra está en la sala y yo acostada sobre ella, junto a las enormes bocinas, escucho los cuentos de Disney miles de veces, a veces solo el lado A que reinicia una y otra vez hasta que algún adulto viene y lo voltea.
Los años pasan y sigo sobre ella, sentada en flor de loto, con mi máquina de escribir portátil frente a mí, las bocinas a la izquierda y un disco de Amaury en el tocadiscos, que ya sé usar.
Más años después, duermo alguna borrachera con las amigas o paso algún año nuevo con la chimenea prendida y mi hermana y mi cuñado y algún amigo del alma… todos sentados igual, en la alfombra.
El calor, la luz, el uso, la vida, las mascotas y el paso mismo del tiempo van erosionando los tejidos, los colores, la estructura misma hasta que es ya imposible conservarla.
No recuerdo cuando llegó, ni estuve cuando se la llevaron; ignoro cuántos hombres se requirieron… pero sé que un día, la joya persa de mi abuela no está más.
Mis hijos y el robo de la alfombra turca.
Recorro con el índice la textura de las bocinas de madera de mi padre.
Desde que son mías no han emitido un solo sonido. Primero porque Kurt llegó con las propias, una maravilla de tecnología en el momento; después porque, en su paso por la infancia, mis hijos descompusieron sin remedio las bocinas de su padre y el tocadiscos del mío; ahora porque el modo de escuchar ha cambiado tanto… hace tiempo que la música difícilmente es una actividad familiar.
Despojadas de su vocación, son solo cajas de madera rayada que sirven como sostén para algunos libros. Mis libros más queridos, compañeros de infancia y juventud. Libros que mis hijos seguramente no leerán.
Los labios apretados de mi abuela llegan a mi rostro, me inunda su luto por la partida de la alfombra persa.
En objetos ponemos lo que somos y buscamos… nuestra historia más íntima, la compartida por años con quienes amamos y que ya no están; depositamos en ellos nuestro gusto por la belleza expresada en arte, espacios, momentos, imágenes, notas, letras…
Abrazo mis rodillas como abrazando a mi abuela y lloro con ella lo que el tiempo diluye. La consuelo y le digo que el legado permanece, solo va encontrando nuevos receptáculos.
Al final de la escalera, en su habitación de adolescente, Dante se tumba boca arriba, sobre la alfombra turca de su papá.
Alejandra Ulloa /Septiembre 2021
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